domingo, 24 de octubre de 2010

Marcelita




Marcela como todos las mañanas, ya amasaba en el metate, dulce y delicadamente moldeaba y aligeraba la masa, realmente le gustaba hacerlo, le había dicho doña Martina su mamá que ella había nacido para ser esposa y madre únicamente y que tenia que hacer sus deberes con cariño, y así lo hacía Marcela, se sentía bendecida por tener un buen marido como Justo y a él se dedicaba con devoción. Y no era para menos Marcelita había nacido con un defecto congénito que le había condenado al silencio eterno: era sorda de nacimiento, y se sentía agradecida y con mucha suerte, de que un hombre sencillo pero noble como Juan la hubiera pedido en matrimonio.

Muy de niña su mamá le había enseñado a medio hablar, poniendo su mano en su boca y luego en la suya, pero también había más o menos aprendido a leer los labios, sin embargo la frustraba saber que había más sonidos que ella no podría captar jamás, luchaba por imaginárselos pero no podía, por más que esforzaba su mente. Pero aún con todo se consideraba medianamente feliz, había tenido la suerte de haber tenido una madre devota que la amo lo suficiente para enseñarle lo poco que pudo hasta que la mato la tuberculosis, ese funesto 15 de agosto, día de la Asunción de la virgen.


Los días de Marcela eran monótonos hasta cierto punto, levantarse a las 3 de la mañana, preparar el maíz para llevarlo al molino, regresar y prepar la masa para hacer las tortillas, luego asar los tomates y los chiles en el comal donde la lumbre hacia de las suyas con mucha pasión, luego recalentar esos frijoles tiernos recién cosechados, preparar el café con canela que tanto le gustaba a su marido, servile el desayuno y además preparle el itacate con los tacos para su ida al campo a segar el trigo, luego al medio día, de nuevo preparar el alimento para cuando volviera su marido.

Sin embargo Marcelita no se negaba a soñar, las huertas dónde crecían los aguacates, y las calabacitas, y los nísperos eran el reducto para sus ensoñaciones y si Marcelita los tenia…encontrar el verdadero amor.

Soñaba con un guapo caballero en traje negro que llegaba en un hermoso caballo alazán, que la levantaba en sus brazos y huía con ella, lejos, dónde nadie podría encontrarlos jamás. Pero luego de esas hermosas ensoñaciones, ella volvía a la realidad con mucha culpa, su esposo era realmente un buen hombre y tenia que agradecer mucho a la virgencita de tenerlo, pero sentía que no lo amaba y esa realidad la hacía sentirse incompleta.

Justo su marido llegó todo cansando como siempre, aventó el sombrero ya roído por el tiempo sobre el catre, se sentó en la sillita chiquita de madera que el mismo había hecho hacía algunos días, junto al hogar, dónde ya la lumbre brillaba infatigable; Marcelita le acerco el plato de frijoles, las tortillitas calientes, la salsa ahora carmesí por los chiles guajillos, y le coloco un par de huevos cocidos en una pequeña cazuelita negra. Veía a su marido lleno de polvo del camino, sudoroso por la dura faena del día, vio el cuello de su camisa también ennegrecido por la tierra del campo de labor, sus dedos también llenos del polvo de los surcos dónde el trigo había sido dueño y señor, y se percato de la cruda realidad, realmente no amaba a Justo y el peso de la verdad por primera vez en su vida le causaba un sentimiento de infelicidad que le pincho el corazón y el alma. Estaba perdida.

Como todas las tardes, el repicar de las campanas que llamaban a misa de 6, la saco de sus ensoñaciones, le pregunto a Justo que si iba con ella a la Iglesia y él se negó, se sentía muy cansado ese día, y además quería aprovechar para acabar de pulir la otra sillita de madera que lo esperaba en el cuartito de los trebejos. Marcelita se puso su rebozo negro con hilos blancos, se puso sus mejores sandalias, se acicalo delicadamente el cabello, se chupo los labios para encenderlos. Tomo el camino real, dónde ya la gente acudía presurosa para la misa, vio a Jacinto sentado en el pretil de su casa y le saludo con la mirada, el tan solo le sonrió, sabia que Marcelita era una buena mujer y era linda, pero estaba sorda, pero aún así no dejaba de admirarla como mujer y Marcelita lo sabia y se lo agradecía, muy en el fondo ella hubiera querido que Jacinto la hubiera escogido a ella como esposa, era un caporal de buena finta, poseía una muy buena recua de mulas y una muy buena cantidad de ganado que ella gustosa hubiera cuidado si el la hubiera escogido a ella y no Justo, tan pobre que era Justo pero fue él único en el pueblo que realmente se había animado a casarse con ella.

Era Junio y ya las primeras lluvias tenían rato de haber llegado, Marcelita subía nuevamente a misa por el camino real, iba tomando los tréboles que gustosos crecían ansiando conocer el mundo por todo la orilla del camino por donde el agua corría en pequeños riachuelos dónde el agua de la lluvia escapaba alegre hacia el campo, y dónde los sapos brincones, hacían croac-croac. Las ciruelas colgaban de los huertos, y dónde los últimos guajes rojos de la temporada, colgaban aún como invitándola a usarlos para preparar el delicioso guach-mole con carne de puerco que tanto le deleitaba a su difunta madre, antes de secarse por completo. Marcelita alargo la mano y tomo un buen puño de ellos y se los echo en el regazo dónde los envolvió con su roído rebozo. Cuando lo vio.

Felipe la miro por unos segundos como si solo hubiera visto el paisaje, y siguió su camino, con esa facha orgullosa del hombre noble, trabajador y triunfador. Marcelita se había quedado muda literalmente, se quedo de una sola pieza, ¡Jamás en su vida pensó verlo ahí, en carne y hueso; el dueño de sus ensoñaciones tenia por fin una presencia física, estaba conmovida! Felipe volvió a mirarla por unos segundos indiferente, pero para Marcelita esa mirada insignificante le había parecido el reflejo del amor, verse en sus ojos aunque fuese por unos segundos le habían significado no solo la gloria si no la eternidad misma. ¡Desde ese preciso momento Marcelita sabia que jamás volvería a ser la misma de antes!

Para Marcelita la visita al pueblo de Felipe, como le había dicho su comadre Juana que se llamaba el gallardo joven, hijo de los Meléndez, una de las familias más ricas del pueblo, era el umbral de lo que ella consideraba la felicidad completa. Desde ese día jamás volvió a faltar a misa de 6, la posibilidad de verlo por lo menos le había inoculado a su vida otra dimensión a su triste vida: una ilusión, la que jamás había conocido si no hasta que le había visto bajando el camino real esa tarde cuando la lluvia había caído torrencial y los reflejos de la figura de Felipe en los charcos de la lluvia le habían parecido como las figuras celestiales semejantes a las que estaban en los vitrales de la iglesia. La vida de Marcela había cambiado para siempre.

Amanecer, mediodía y anochecer se habían convertido en Marcelita en un estorbo, solo ansiaba que fueran las 6 para verlo, y así lo hacía religiosamente, dejo de ser atenta con Justo, ya nada le importaba más que esperar a que dieran las horas de la misa. Subía siempre rauda por el camino, ya no recogía tréboles, ya no miraba los guajes colgando, ya no saboreaba las ciruelas de los huertos ajenos, ya no brincaba los charcos de la lluvia, solo pensaba en Felipe , en regocijarse de su presencia, de su hermoso traje ahora negro, ahora blanco, ahora nuevamente negro, pero siempre impecable y gallardamente guapo, los ojos azules de Felipe le parecían el reflejo de la más dulce agua cristalina que solo había visto en el manantial que se formaba bajo las piedras de la pared de la barranca dónde la gente del pueblo había llevado un día a la virgencita de la Asunción para hacer el milagro de nacer agua durante una dura época de secas y si, el agua empezó a brotar y una pequeñita imagen a semejanza de la virgen original, se había apostado en un pequeño nicho como reina y vigilante del pequeño manantial.

Pero un día el milagro se hizo, Felipe por primera vez en muchas semanas se había fijado en ella de nueva cuenta, pero ahora la había visto con un destello de luz, sus ojos brillaron o eso le había parecido a Marcelita, que tímidamente se atrevió a sonreírle. Felipe correspondió por unos segundos y siguió su camino. Pero eso había bastado para derretir su frágil corazón, ya se sentía enamorada, profunda y perdidamente enamorada de Felipe.

A Justo empezó a parecerle rara la actitud de su esposa, pensó para sus adentros que no había sido lo suficientemente atento con ella y se lamentaba de haber sido tan egoísta y de haberle negado el dinero para comprarse el hermoso rebozo blanco que ella tanto le había rogado que le comprara ese ultimo sábado en la plaza del pueblo, día que las vendedoras de otros pueblos llegaban para ofertar sus más hermosas piezas elaboradas con mucho detalle y a mano. Justo pensaba ese mismo día darle el dinero a Marcelita para su nuevo rebozo, a pesar de que sabia bien de que no podían darse ese lujo ya que aún no era la época de cosechar el maíz y eran escasos sus recursos. Pero el amor por Marcelita era más fuerte que la expectativa de sufrir días de escasez. Así de enorme era su amor por ella. Y esa noche le deslizo suavemente el dinero bajo la almohada mientras Marcela dormía la placidez de la felicidad.

El firmamento se había puesto su manto más elegante, brillante de cientos de estrellas y Marcelita suspiraba mirándolas, una a una le parecían que le hacían guiños y le sonreían, la vida había vuelto a tomar un sentido especial, volvía a mirar los tréboles con ese cariño que siempre les había tenido, por que los consideraba de buena suerte y se regodeaba recogerlos a la vereda del camino, los sapos croando le volvieron a parecer maravillosos, ahora ya no había guajes, pero se regocijaba recogiendo nísperos en las huertas camino a la iglesia, le encantaba y le deleitaba quitarles la suave capa y chuparlos con frenesí, como saboreando la boca de Felipe, que asemejaba la pulpa del níspero carnoso y rosado. El deleite de los labios de Felipe le parecían el éxtasis, soñaba con estar entre sus brazos y se enroscaba al viejo pero frondoso laurel de la india, que frondoso gritaba a pulmón abierto su frenesí por la vida, ahí en esa conjunción de amor vegetal y humano, la felicidad parecía brotar inconmensurable tanto que al otro día el laurel parecía mas frondoso más aún, con ese verde lleno de vida que alegraba la vista de los campesinos que a su sombra se sentaba fatigados y agradecidos por su sombra.




Marcelita parecía henchida de vida, hacía las tortillas ahora con más alegría, hasta a Justo le parecía que todo estaba más sabroso que antes y le lanzaba de vez en cuando una sonrisa de aprobación y agradecimiento luego de comer esos deliciosos guisos que como jamás antes ahora le parecían manjares de los dioses a pesar de solo ser guisos sencillos; pero todo esa maravilla era el resultado de la felicidad de Marcelita y de su amor por Felipe, al que se imaginaba comiendo su sencillo guiso de huevo con chile y le sonreía mientras se llevaba el bocado a la boca, la imaginación de Marcelita no tenía limites y sólo vivía ya para Felipe.

Hasta ese día domingo, las campanas repicaron doblemente, eran las señales claras de llamado a boda y curiosa pensó quien podría haberse casado así de tan rápido sin haber corrido las amonestaciones de rigor. Se arreglo lo más linda que pudo, no podía darse el lujo de no ir a una boda, era motivo de gran algarabía en el pueblo, vacio casi desde que la gran mayoría de los hombres del pueblo habían emigrado a esa tierra tan lejana dónde la gente toda era de cabellos de oro y de ojos de mar. Presurosa tomo el delicado rebozo blanco recientemente adquirido, se aliso los negrísimos cabellos, tomo una punta del delantal y se limpio rápidamente los dientes blanquísimos. Se pellizco las mejillas y un rojo carmesí broto enseguida en respuesta al dolor.

Al igual que Marcelita, casi toda la gente subía presurosa al llamado a boda, Marcelita iba soñando que esa celebración pudiera haber sido la suya con Felipe, a la vez que tomaba esos tréboles de la suerte que tanto le fascinaban, formo un pequeño ramillete con ellos y feliz subió por el camino Real como lo habìa hecho durante toda su vida.

Vio a lo lejos en la entrada de la iglesia una gran algarabía, muchas personas bien arregladas con sus mejores galas, cuando la multitud se despejo un poco pudo ver al fin a la hermosa novia, una chica rubia y frágil, que jamás había visto nunca en su vida, pero le parecía como una virgen, su manto colocado con mucha delicadeza en su cabeza, le parecía que brillaba, le parecía el aura de una representación angelical, se sentía inmensamente conmovida, las lágrimas le salieron de sus ojos así tan naturales por haber sido testigo de una visión que le parecía del cielo. Así de noble y pura era el alma de la sencilla Marcela.

“¿Quién se casa?” …pregunto a la gente reunida cerca de la entrada de la Iglesia…”Felipe Meléndez…el hijo de don Castulo, con una hermosa forastera, al parecer se casan de urgencia por que ella esta embarazada…” …Marcelita, escuchaba esto y sentía que su corazón se le fragmentaba en mil pedazos, hecho a correr sin rumbo, perdida, se enrosco su largo rebozo blanco en el cuello , no tenía pensamientos suficientes para asimilar nada solo sentía el lacerante dolor de ver al amor de vida, al amor de sus ensoñaciones perdido para siempre. Corrió entre el mundanal de gente que llegaba presurosa por el camino Real, entre los caballos y las carretas y los carruajes, cuando sintió el jalón a su cuello… lucho por zafar su rebozo en un acto reflejo de las garras que lo aprisionaban de la carreta, pero sentía que poco a poco entre más luchaba por zafarse más se apretaba, …cuando el caballo enloquecido por la angustia de Marcelita se desboco…en ese momento Marcelita por primera vez en su vida, escucho su nombre, si …un grito desaforado le gritaba su nombre…”Marcela, Marcela”…alcanzo a voltear la cabeza en el mismo momento que esta chocaba contra las piedras del camino y si lo vio …era Felipe que gritaba su nombre,… con lágrimas en los ojos, anegados de sangre lo alcanzo a ver …pero Marcela jamás pudo responderle,…jamás.


Justo, lloraba en silencio frente al fogón, se enjuagaba las lagrimas mientras besaba y abrazaba el rebozo blanco, no tenia hambre, ya llevaba días sin alimentarse, la vida le parecìa sin sentido a pesar de escuchar el croac-croac de las ranas en el patio, y de ver la creciente de los tréboles en la huerta, los nísperos crecer como nunca antes, como esperando a que los labios de Marcela los volvieran a saborear.


Gabby

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